martes, 28 de abril de 2015

Dar vida

Karina dio a luz en su casa, en su cama. Sus inexpertos 23 años no le impidieron dar vida en conexión con su profundo deseo de traer a su hijo al mundo custodiada por las dos mujeres más importantes de su vida que habían hecho lo propio décadas atrás contando: su madre y su abuela. El médico del pueblo, vecino de toda la vida de la familia, aceptó a regañadientes el desafío y fue el encargado de gestionar que la ambulancia del hospital se estacionara en la puerta de aquella casa que le era tan familiar y tan querida. 
Todo fue como Karina lo soñara. Dieguito vino al mundo rodeado de amor, sonrisas y lágrimas de emoción. Olfateando el olor a hogar que ella olfateó desde su primera bocanada de aire. Dar vida era una de las cosas que ella más deseaba desde sus primeros juegos con muñecas. Dar vida, dar la vida, dar su vida desde ese irrepetible momento y para siempre. Dar su vida ya pasada por esta nueva que hoy nacía. Ser madre. Torbellino de nuevas experiencias, de nuevas sensaciones, de miedos recién inaugurados.  
Su madre y su abuela recibieron al bebé con la maestría que da la naturaleza, con la sabiduría que da la experiencia. El doctor Aguada miraba atento, arrobado, cómo aquellas mujeres sabían todo lo que él no sabía a pesar de la universidad, el hospital y el consultorio. A los pocos minutos salió a la calle sonriendo y despidió a la ambulancia con su, esta vez, inútil artillería médica.
Karina abrió su pecho de par en par y su hijo recién nacido reptó desde su vientre hasta su teta todavía unido a ella por ese cordón que lo había alimentado durante meses. Se prendió con erudición al pezón rosado. El pequeño se alimentó de ese líquido dulzón y blancuzco antes de desprenderse para siempre del cuerpo de su madre.
Las mujeres cortaron el cordón, besaron a Kari, se abrazaron las tres con Dieguito en el medio y así le dieron la bienvenida femenina a la familia. Luego giraron para abrazar a Diegopadre, que lloraba desconsoladamente desbordado por  una felicidad desconocida hasta ese instante. El muchacho se acercó a su mujer y a su hijo y los tres quedaron unidos en una trenza de amor indivisible.
La vida se desplegó mansamente hacia el futuro. Dieguito aprendió a caminar en ese patio embaldosado y aprendió, también, a esperar a su padre a la vuelta del trabajo. Un reloj biológico se vinculaba mágico con uno cronológico y alrededor de las 5 ya se iba el pequeño hacia la puerta. Cuando logró alcanzar el picaporte ya nada le impidió salir al jardín del portal donde se topaba con la reja infranqueable pero generosa en la vista hacia la esquina por donde llegaba papá.
Aquella tarde de otoño, Dieguito ya había sido alcanzado por los cinco años. Desde marzo, cada mañana asistía a su preescolar y a esta altura había aprendido las primeras letras. Ese día había escrito por primera vez un PAPÁ que se iba alejando del garabato para dejarse leer claramente en el cuaderno de hojas lisas. Abierto en esa página lo sostenía apoyadito en la reja con la ojitos llenos de esquina cuando sonó el silbido del primer disparo. Una moto enloquecida se subió a la vereda huyendo del patrullero más enloquecido que dejaba escapar cuerpos por sus ventanillas.
Karina, que hasta ese momento lo observaba como cada día desde la puerta del comedor, salió a los gritos y se tiró sobre Dieguito. Cayendo sobre el niño sintió un fuego que le entraba por el el cuello, debajo de la oreja y le quemaba hasta el omóplato. Miró a su niño y alcanzó a ver sus ojos muy abiertos y oyó su vocecita tan amada.
-“¡Mami, tenés sangre!”, gritó su sangre y ese sonido amado le regaló la paz que estaba necesitando.
Dar vida, dar la vida, dar su vida. Dejó caer su cabeza de costado y vio las botas un poco más acá de las ruedas estacionadas en la puerta de su casa. El patrullero se había detenido y uno de los policías intentaba ayudarla. “Entre a mi hijo a la casa, por favor”. “Sí señora, su hijo está a salvo. No hable. Quédese tranquila.” Antes de soltar su aliento hacia la nada volvió a mirar a su hijo. Estaba vivo, intacto en su inocencia. 
La voz del doctor Aguada que ya llegaba desde la casa vecina la tranquilizó y cerró los ojos.
Dar vida, dar la vida, dar su vida. Dieguito estaba a salvo. 
Ella podía descansar, entonces. 
En paz.
De nada sirvió tampoco esta vez la ambulancia que llegó rauda ante el urgente pedido del médico. 

Stella Matute - Abril, 2015


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